viernes, 16 de febrero de 2018

Tango.




Compré un libro esta tarde. Recomendado de sabios para pichones de poeta. Olía a lavanda, no a tinta litográfica. En la mesa del Café rodaron mis ojos por sus páginas en una rayuela cursi, erótica, parisina. Fui al cono sur en mis anhelos de escribano, salté a Lisboa, pedí vino y miré a una mujer de senos grandes. El mar no acudió a mi nostalgia. Mi mujer, sentada a mi lado, rugía despacio haciendo dueto con el calor, sudando vinagre, dispuesta a gritarme o escupirme si decía una frase filosófica. Y yo, con ganas de ser escritor, pensaba en una choza en el litoral pacífico, mucha lluvia, paisaje gris, el estereotipo de mi trance, licor, una doncella desnuda, otra conclusión pasajera e inútil sobre el amor. 
El día me arrinconaba con su luz escasa y yo me hacía el despistado mirando por encima del hombro el lastre de mis versos pisoteados por rezanderas y amigos de poca monta. 

Ah la buena soledad acompañada, la vida simple del tiempo gastado en cumplir tantos roles conjugados en una sola figura, corazón ubicado en el lado incorrecto, lecho sitiado, mesa abundante, copa llena, calma, fracaso como triunfo, mueca, risa de sátiro que triunfa, tema para tango, adiós bajo la manga, ningún futuro al doblar la esquina. Esto me ocurrió hoy.