Historias de la Nada 43
Cotidiana
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Invento que soy un tipo excéntrico. Preparo guiso de carne con
abundante pimienta y sal marina. Bebo a sorbos largos un par de botellas de
vino magenta oscuro y espero a que el día cumpla su cometido. La música de
fondo sabe sostener el trance en que me sumergen las tardes de domingo cuando
el cielo es una tela descolorida y tiesa.
Le pido a Mariana Carbonel que se siente desnuda en mi regazo
mientras fabrico un poema. Nada mejor que la ardorosa suavidad de sus senos
pequeños para aflojar la mano. De ñapa, ella arroja su melena rizada sobre mi
olfato lujurioso para que el saldo de la noche me nutra con su aroma aderezado.
Soy nada sin esta mujer atravesada. No puedo apartar mi mano de su cadera. Su
tibieza es pegajosa, su talud adictivo.
Mariana Carbonel habla de la vida en una jerigonza intemporal que
mezcla farándula y levitación, culinaria y tiro con arco, danza y cría de
dálmatas. Escribirle un poema implicaría ser la reencarnación condensada de
varios juglares, haber descifrado el ritmo del silencio, la pausa del colibrí,
el origen del agua, las pesadillas de Dios.
Resignado a ser un
monje mundano entrenado para no quejarse de las bofetadas de la realidad, me
pierdo en el deleite de ser el huésped de sus sueños, el afortunado bribón
espectador y protagonista del jolgorio celebrado en su piel, testigo del
destello en sus ojos cuando le digo que sus besos son ferozmente deliciosos,
que ella es embeleso y espanto.