La vida transcurre en una sincronía invisible.
Bueno, aparentemente invisible. Mirando los sucesos con detenimiento, enfocando
la mirada y agudizando el pensamiento, se puede vislumbrar los hilos
transparentes que mueven a las personas y sentir la fuerza que los impulsa a
funcionar o los detiene.
El viejo con su perrito de patas cortas avanza
por la acera, la asistente de oficina lleva café en vaso plástico y pastelillos
recién horneados para su jefe, la mujer entrada en años vende billetes de
lotería, la mesera sonriente y dulce me conversa cuando trae café a la mesa,
las tetas brinconas de la gordita manicurista del salón de al lado pasan de
prisa, un matrimonio parquea la moto para que la esposa se quede y el marido
siga su ruta después del beso de adiós, el guarda encorbatado y con kepis suspira
distraído con las secretarias olorosas que llegan al banco antes de las 8 de la
mañana…
Todo palpita. El ruido del tráfico, los parches
de sol sobre las fachadas de los edificios, el amoblado metálico de la
cafetería donde leo y escribo, el viento frío de la mañana, los especímenes
humanos conectados a sus aparatos
electrónicos, el pordiosero con el costal de basura reciclada, otro
pobre diablo tirado en el andén espera un pan, palomas mierderas cagan en el
antejardín encerado del edificio de apartamentos, la modelo peliteñida tiene un
forúnculo en la nariz, el camión recolector de basura recorre la avenida, deja
un aroma agridulce que marchita la frescura de la mañana, llega el humo de los
exostos y se impone, el timbre del celular anuncia que alguien me busca,
converso obviedades un par de minutos, vuelvo al silencio. Se oscurece el aire,
el invierno arropa la ciudad, empieza la lluvia.
Miro por el rabillo del ojo para captar más
imágenes y continuar con esta enumeración caótica, cotidiana. La vida es una
superposición de rutinas. En todas las latitudes del globo, cada persona repite
paso a paso lo que lo que otros tantos hacen en una distancia opuesta de tiempo
y espacio. (Hace años hubo en esta mesa otro hombre ensimismado escribiendo
estas notas que yo hoy reproduzco sin originalidad.)
Guardo silencio para oír la lluvia sobre el
tejado de acrílico. Ese sonido es irreal, no es la lluvia lo que suena sino el
golpe del agua sobre el plástico templado. En su recorrido al caer desde la
nube el agua nada dice. No tiene sonido. Soy yo quien inventa su mensaje de
frío y humedad para justificar esta bitácora. La lluvia se transforma en
charcos, ríos urbanos que bajan por su cauce de asfalto rumbo a la
alcantarilla. Lleva la mugre de la vida. Allí va también mi verborrea.