Lo tengo claro. Una muchacha ha venido a jugar conmigo. Su sonrisa me
energiza. Pelo largo caoba, carnes blandas, curvas, aromas sazonados y tibieza
de llama controlada. Bajo la mano por su talle y me olvido de su edad.
Manoseo su cuerpo joven y se endurece. Burla. Ella se burla. Sabe que
mañana se irá, sólo ha venido a regalarme su piel durante la noche. Después,
nada. Acude porque mis palabras sugieren misterios que ambos sabemos no existen
pero seducen con su atmósfera arenosa. Mis ojos tienen la mezcla adecuada de
frustración y triunfo, desapego y entrega. Soy truhán y caballero, académico y
juglar, gendarme, bufón, mesías. Estoy hecho de una consistencia atolondrada
que me mantiene anclado al espacio donde habito. Mi casa es una cueva
agridulce. Escenario claroscuro para la danza de los amantes. No hay balcones
ni jardines, sólo un ventanal para mirar el desfile de la tarde. Con los años
he aprendido la lentitud del bolero, muero despacio en los encantos de esta
niña festiva. Entro en su tesoro, agujero ardoroso donde otros sucumbirán en
los días que vienen. Me hundo hondo. Lo sé, tampoco soy pionero en esta
doncella sibilina. Efímero nirvana sin semillas. Además de ventisca, ella es la
brújula de la noche, la puerta escondida en el muro, el puente lejos del
abismo, registro de tropiezos, insomnio, zumbido, vómito. No todo romance
juvenil es un triunfo. Odio a esta mujer que me roba tiempo y aire, y me deja
la sangre despedazada. Su presencia esquiva toda cautela, reduce la longitud
del día. Para salvarme tengo la ventaja de guardar este secreto: no le
he dicho que me llamo Veloz Olvido.